En el extremo de cada bronquio hay un racimo de sacos de aire, llamados alvéolos, en los cuales se efectúa el intercambio de oxígeno. Los alvéolos están rodeados de vasos sanguíneos diminutos. A medida que la sangre fluye a través de estas vénulas y capilares minúsculos, la hemoglobina de los glóbulos rojos recoge oxígeno nuevo, y el dióxido de carbono pasa de las vénulas hacia los alvéolos, para ser exhalado como desecho.
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En cada respiración, se lleva oxígeno a los pulmones y se expelen dióxido de carbono y otros desechos. Aunque se puede contener la respiración de manera voluntaria durante poco tiempo, en realidad es un proceso automático controlado por el centro respiratorio del encéfalo. Al desempeñar actividades sencillas, una persona respira 14 veces por minuto. Sin embargo, este ritmo puede ser menor durante el sueño o en una intervención quirúrgica, y mayor al hacer alguna actividad que requiera oxígeno adicional.
El aire se inhala a través de la nariz o la boca y pasa por la laringe, o caja vocal, hacia la tráquea, y después a los bronquios y bronquiolos (tubos de aire que ramifican a los bronquios). Estos tubos están recubiertos con millones de cilios, pequeños filamentos que se mueven rítmicamente para no dejar entrar en los pulmones polvo, gérmenes ni otras partículas que flotan en el aire. Los cilios también ayudan a retirar de los pulmones el moco que producen las células mucosas de las paredes de los tubos bronquiales.
Los bronquiolos terminan en los racimos de alvéolos, que están encargados de asegurar que la sangre reciba un suministro constante de oxígeno nuevo. El intercambio de oxigeno se hace en la superficie de los aproximadamente 700 millones de alvéolos pulmonares, que se expanden al inhalar y se desinflan, en parte, cuando se exhala el aire. Si los alvéolos pierden esa elasticidad, el aire viciado queda atrapado en los sacos y el cuerpo sufre por falta de oxígeno. |